Historias desde el diván: Nos reímos de ti, no contigo

Ciertamente esta tarea de vérselas con el psicoanálisis es ardua, tediosa y aparentemente solitaria. Pero cuando menos te lo esperas, viene alguien y te levanta el animo. Te hace ver que lo que escribes es leído y que el lector comparte la misma idea que tú. Pero no solo me levanto el animo este email si no que me dejo una pequeña sobre un encuentro cercano con divanistas. Algunas de las historia con el psicoanálisis son cómicas, otras absurdas y algunas estúpidas, pero la mayoría son como esta historia, indignantes. Aquí un ejemplo del trato que se le da al paciente que se topa con un diván.

Tengo que admitir que no siempre me declaré en contra del psicoanálisis. Nunca quise ser dogmática, ni apegarme a una opinión elaborada prontamente. Mi primer acercamiento a la teoría freudiana fue en el secundario y, si bien lo criticaba, sabía que cualquiera podía venir a contradecirme sin problema por mi falta de formación. Así que estuve mucho tiempo abierta de mente a encontrarme con una realidad distinta (porque lo que leí, por ese entonces, era apenas una introducción, pero luego comprobé que muy bien hecha).
Efectivamente, cuando cursé Psicoanálisis en segundo, dejé la materia. Como le comenté antes, ir a una clase era como entrar a una iglesia para mí. Me sentía incómoda, sentía que se me pasaba el chiste la mitad de las veces, otras no entendía del todo lo que explicaba el profesor. Pensaba yo que era porque me faltaba alguna lectura (que no era así, llevaba muy al día la materia), pero luego supuse que deben tener algún código en común, alguna frecuencia moral distinta a los demás mortales, que hace que vean chistes arrogantes dónde sea. Será que mi madre me crió muy humilde, también...
Decidí dejar de cursar la materia cuando escuché la siguiente anécdota de mi profesor de clases prácticas. Ya nos había contado otras, una más insulsa que la anterior. Trabajaba en un hospital, no recuerdo si nos comentó cuál, y daba clases. Cuando empezamos a ver el caso de Anna O. (si no me equivoco), nos contó de un paciente que llegó al hospital. Sucedía lo siguiente: en defensa propia, mató a un hombre que lo amenazaba con un cuchillo a su mujer e hijos. Durante la pericia estuvo en condicional, pero en cuánto salió de la cárcel cayó redondo al suelo, incapaz de caminar. Se le hizo, al pobre hombre, distintos análisis, hasta que llegó el caso a oídos de éste profesor. Y, como supone, decidió que era histérico y la culpa se expresaba en el síntoma de no caminar, no seguir. Lo que sugirió fue un placebo: decirle que habían resuelto su problema y que tenía que tomar una pastilla de maicena, haciéndole creer que tenía un problema en los nervios y que eso iba a aliviarlo.
El hombre volvió a caminar al poco tiempo. Pero no se alegre, porque descubrió luego que la medicina que tomaba estaba errada (no sé qué le habrán dicho para taparse). Volvió al hospital sin poder caminar. Allí le diagnosticaron un problema en el hígado (?) que afectaba su capacidad para caminar, así que tenía que ir a comprar Buscapina a la farmacia para aliviar el malestar. Y el hombre volvió a caminar.
Al final de la historia, mi profesor lloraba de la risa y mis compañeros se carcajeaban con él.
No quiero hacer un análisis de la validez de la historia o de la teoría. Lo que quiero resaltar es, primero, mi indignación personal. Por la falta de ética, por la falta de empatía, por el abandono. No me atrevo ni a imaginar el hecho de quitarle la vida a alguien: a quien fuese un hermano, un hijo, un primo, un padre, un esposo; por más ladrón que sea. No logro imaginar la culpa, el arrepentimiento y el miedo de la situación misma que vivió ese señor. La desazón de no poder caminar, el futuro arruinado ante la minusvalía. Y, luego del parche que fue el placebo, seguir con el conflicto interno. Suponiendo que comparta tal pseudo-ciencia, sucede que dentro de su propio marco teórico estaba siendo una mala acción, no tratando el sufrimiento humano. Que es, supongo yo, nuestra función como profesionales de la salud mental.
Así la cuestión se volvió personal. ¿A cuántas personas habrá engañado, deliberadamente? ¿A cuánta se le dio un placebo por doscientos pesos la hora de consulta, en el mejor de los casos? ¿Quién regula la deontología profesional en estos casos? Porque el psicoanálisis permite eso: al ser adaptable a los deseos del analista, aún cuando perjudica a otro ser humano por su negligencia u omisión, sale librado por el argumento del "inconsciente". Avala la mentira, el abandono a un sujeto que pide ayuda, sostiene la incapacidad profesional, por decir algunas cosas que pienso.
¿Se habrá preguntado este profesor, alguna vez, qué habrá sido la vida de ese hombre? ¿Si se habrá hecho ver por otro profesional y... qué? La incertidumbre, personalmente, me sacaría el sueño. Pero sospecho que él duerme muy bien.
El psicoanálisis no solo debe ser una anécdota histórica por su calidad de pseudociencia. También debe serlo porque aún dentro de su coherencia interna es irresponsable, indigno, apático y amoral. No solo se trata de que la teoría engaña a la gente, si no que se valen del creer realmente en ello para protegerse las espaldas en casos de incapacidad, negligencia u omisión.
En fin, aún ahora escribiéndole me hierve la sangre. Pensar que cincuenta compañeros míos que escucharon esa anécdota se rieron, sosteniendo con sus carcajadas el poder violento de ese "profesor" que se aprovechaba del sufrimiento más humano. Luego de ello decidí no cursar la materia y rendirla libre. Le encontré con el profesor luego de la clase para consultarle la condición de libre. ¿Sabe que me dijo? Que uno requería tener mucha suerte (haciendo un gesto que comúnmente se refiere a "un culo muy grande") para poder aprobar. Aprobé holgadamente.

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